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EL ESCORIAL, ESPAÑA - 2 DE JULIO: El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa asiste a los Cursos de Verano 2018 de El Escorial en el Real Centro Universitario Escorial María Cristina el 2 de julio de 2018 en El Escorial, España. (Photo by Carlos Alvarez/Getty Images)

EL ESCORIAL, ESPAÑA - 2 DE JULIO: El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa asiste a los Cursos de Verano 2018 de El Escorial en el Real Centro Universitario Escorial María Cristina el 2 de julio de 2018 en El Escorial, España. (Photo by Carlos Alvarez/Getty Images)

Mario Vargas Llosa: El hombre que rompió con la tribu

OPINIÓNPor Emmanuel Rincón
6 de mayo de 2025, 9:16 p. m.
| Actualizado el6 de mayo de 2025, 9:48 p. m.

Opinión

En una de las muchas entrevistas que mantuve con el escritor peruano Mario Vargas Llosa, me dijo que esperaba que la muerte le sorprendiera con una pluma en la mano. No puedo decir si ese sueño se cumplió, pero lo que es seguro es que a Llosa probablemente le quedaba poco por escribir: el mundo ya estaba plasmado en sus libros.

Mario Vargas Llosa (1936-2025) falleció el 13 de abril en Lima. Y con él nos dejó una de las voces más lúcidas, valientes y brillantes, no solo de la lengua española, sino de toda la humanidad.

Llosa, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2010, será recordado por muchas cosas. Pero yo lo recordaré sobre todo por su valentía, ejemplificada en su desafío a las tendencias dominantes de su época.

Más que un novelista

Nacido en Arequipa en 1936 y criado en Cochabamba, Vargas Llosa tenía pocas posibilidades de convertirse en uno de los escritores más importantes del mundo. En su obra autobiográfica «Un pez en agua», cuenta que de niño soñaba con ser marinero, no escritor. Pero la soledad de la escuela militar de Lima, donde su estricto padre le obligó a matricularse, le llevó a refugiarse en los libros.

«Marito», como lo llamaban en su juventud, comenzó a hacer negocios con sus escritos a una edad muy temprana. Vendía sus primeras «novelitas» a sus compañeros de clase a cambio de cigarrillos. También escribía cartas de amor por encargo para otros cadetes y el dinero que ganaba le permitía disfrutar de pequeños placeres los fines de semana.

Como muchos jóvenes latinoamericanos de la posguerra, Mario Vargas Llosa se sintió cada vez más atraído por las ideas marxistas. En su autobiografía, el escritor peruano describe cómo, mientras estudiaba en la Universidad de San Marcos —la primera universidad fundada en América continental y semillero de los movimientos marxistas en el país sudamericano— se unió a grupos de debate que veían en el comunismo la solución definitiva a los problemas del mundo. Escribió:

«Estábamos charlando en los patios de San Marcos... y hablábamos de cosas muy serias: los abusos de la dictadura, los grandes cambios éticos, políticos, económicos, científicos y culturales que se estaban forjando allí, en la URSS, o en aquella China de Mao Zedong que había sido visitada y sobre la que ese escritor francés —Claude Roy— había escrito tantas maravillas en Claves de China, un libro que creíamos al pie de la letra».

Sin embargo, luego de varios viajes a Cuba, llegó a comprender el horror que se escondía tras el comunismo. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, no hizo la vista gorda. Rompió con la revolución y se atrevió a decir en voz alta lo que otros solo susurraban en privado: que no había libertad en la isla, que el régimen perseguía a los disidentes, encarcelaba a los homosexuales y ejecutaba a los opositores.

Vargas Llosa nunca fue solo un novelista —y ahí radicaba su poder. Era capaz de construir mundos enteros a través de la ficción y, a continuación, dar un giro y escribir ensayos que llegaban al núcleo de la naturaleza humana y la ilusión política. Entendía el poder. Entendía la tiranía del colectivismo, lo que le convirtió no solo en un disidente, sino en un hereje en un mundo literario impregnado de ortodoxia política y romanticismo revolucionario.

En su día se dejó seducir por el mito de la Cuba de Castro. Pero despertó, de forma brusca e irrevocable, cuando la realidad le mostró su rostro.

Un punto de inflexión

El caso Padilla fue el punto de inflexión. Que el Gobierno encarcelara a poetas fue demasiado para Llosa. Fue el momento en que dejó de escribir para la tribu y empezó a pensar por sí mismo. Y en los círculos literarios —al igual que en el Hollywood actual— ese tipo de libertad tiene un precio. Fue atacado por sus antiguos amigos del «boom latinoamericano» —ese club literario que, en nombre del «intelectualismo», se dedicaba a justificar las dictaduras.

No fue un hecho aislado. Llosa se enfrentó a García Márquez. Se enfrentó a Mario Benedetti. Lo tildaron de traidor, burgués y vendido al imperialismo. Todo por el delito de rechazar el totalitarismo.

Mientras sus viejos amigos aplaudían a Castro, Chávez, Evo Morales y Daniel Ortega, Vargas Llosa los desenmascaró uno por uno. Denunció el autoritarismo disfrazado de socialismo benévolo y la miseria causada por las economías planificadas, llenas de burócratas y «redistribución de la riqueza».

Su evolución ideológica no fue oportunista —como afirman quienes nunca leyeron a Hayek o Popper— sino profundamente racional. Llosa comprendió que el liberalismo no es una ideología más, sino el único sistema que garantiza el respeto a la dignidad humana, la propiedad privada y la libertad de pensamiento. Lo dejó claro en su ensayo «La llamada de la tribu», un libro que debería ser de lectura obligatoria en todas las universidades occidentales.

En «La llamada de la tribu», Vargas Llosa exploró hábilmente las ideas de Adam Smith, Hayek, Popper, Berlin, Aron, Revel y Ortega y Gasset. En ellas encontró las herramientas intelectuales para construir una defensa coherente del individuo frente al Leviatán colectivista. En ese ensayo —quizás uno de los más importantes— dejó claro que el liberalismo no es una ideología cerrada, sino una doctrina abierta, siempre dispuesta al debate, la crítica y el perfeccionamiento constante.

Más allá de expresar sus opiniones políticas en ensayos y columnas semanales, sus novelas también exploraban (algunos dirían que exponían) la naturaleza humana y las duras realidades de una región plagada de centralismo, colectivismo, pobreza y autoritarismo. En «Conversación en la catedral», comienza con una pregunta: «¿En qué momento preciso se [palabrota] el Perú?». En «La fiesta del chivo», nos lleva a la República Dominicana para contarnos la historia del dictador Rafael Leonidas Trujillo —una obra que podría describir fácilmente muchas de las dictaduras de América Latina, donde algunos hombres juegan a ser dioses y terminan convirtiéndose en demonios.

Por estas razones, Vargas Llosa se distanció del boom latinoamericano —un movimiento literario que floreció en los años sesenta y setenta y que incluía a su compatriota Gabriel García Márquez, también premio Nobel, al argentino Julio Cortázar y al mexicano Carlos Fuentes. Se separó de esta élite literaria que, a pesar de obtener reconocimiento internacional y premios, a menudo justificaba las ejecuciones ordenadas por Castro y el Che Guevara, así como los regímenes que les siguieron. El escritor peruano prefirió ser un hombre libre antes que un intelectual ornamental. Optó por centrarse en las personas oprimidas por el Estado, no en los opresores con su retórica «inclusiva». Decidió escribir desde la verdad, no desde la propaganda.

Un gigante sobre un «bien frágil»

Mario Vargas Llosa murió siendo lo que realmente era: un gran hombre —libre, honesto, moralmente intachable y renacido con orgullo como un liberal clásico sin complejos. Fue un gigante moral en una época de enanos ideológicos.

Lo que queda es su obra, su ejemplo y la urgente tarea de continuar la batalla que nunca abandonó. Porque, como dijo el propio Vargas Llosa: «La libertad es un bien frágil que solo prospera si se defiende cada día».

Hoy, más que nunca, debemos defenderla.

Con información de American Institute for Economic Research (AIER)

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times.


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