Opinión
La Pensión Universal es una medida justa entre el incentivo a la economía y la asistencia social. Esta idea de justicia tiene arraigo y resiste los ataques de que se trata de un subsidio indebido.
Pero si las finanzas gubernamentales no sustentan esta Pensión y el endeudamiento público crece de manera desmedida, al mismo tiempo que los subsistemas como el de salud, educación y seguridad sufren carencias, lo justo queda atrás y el riesgo de colapso social y financiero crece.
Para algunos, entre los que me incluyo, el obradorismo era un retorno a la política populista del echeverrismo: demagogia + autoritarismo. Y su continuación con el lopez portillismo caracterizado por la frivolidad y la corrupción.
Se trataba en perspectiva de una repetición de la llamada docena trágica -los sexenios de Echeverría y López Portillo-, periodo de despilfarro que dejó en ruinas la economía del país.
Se le vio entonces como un mal gobierno que la Pensión Universal y el aumento al salario mínimo terminarían por no compensar los saldos negativos que produciría.
La estabilidad macroeconómica y el apoyo social y de las corporaciones le borraron a muchos de la mente las previsiones negativas y junto con el desplome de las oposiciones políticas -particularmente por efecto de la propaganda negativa, la falta de auto crítica y la continuidad de direcciones políticas acusadas de corrupción-, emergió la idea de un obradorismo consolidado y con un horizonte más allá de su sexenio.
Pero era posible observar con las primeras acciones obradoristas el peligro real y sustantivo: la arbitrariedad como forma de gobierno y el desprecio al Estado en su equilibrio, orden jurídico, estilo y forma de conducta.
El nuevo régimen obradorista comenzó con dos arbitrariedades que auguraron lo que venía: la anarquía del poder. Fueron dos grandes detalles, que pocos interpretaron en su perspectiva.
El primero fue el anuncio de que se cancelaba la construcción del Aeropuerto de Texcoco que tenía un 40 por ciento de avance. Se trataba de un hub que implicaba además un desarrollo regional que generaría 400 mil empleos.
Años de estudio y negociaciones se echaron por la borda. Casi quinientos mil millones de pesos de pérdidas, entre lo construido y el pago de los contratos cancelados. Una consulta sesgada y la decisión absurda para demostrar "poder". Los mexicanos seguimos aún pagando el costo del capricho presidencial que incluye las pérdidas del aeropuerto ampliado de la base militar de Santa Lucía.
El otro detalle pareció no tener relevancia, pero sí la tiene. En lugar de vivir en Los Pinos, la residencia oficial desde Lázaro Cárdenas, López Obrador decidió habitar mejor Palacio Nacional, un edificio virreinal usado para actos oficiales y convertido en museo, resguardando entre otras riquezas culturales e históricas los murales de Diego Rivera mandados pintar por José Vasconcelos durante el gobierno de Álvaro Obregón.
Este otro capricho puso a prueba a sus seguidores quienes celebraron la ocurrencia. A ninguno de ellos le hizo ruido que no se tratara de un acto bastante alejado del espíritu republicano que combina el protocolo y una austeridad alejada de lo monárquico.
A partir de estas dos decisiones, se inauguró el periodo de un gobierno arbitrario y quedó claro que el presidencialismo comenzaría a hacer nulo al Estado si podía funcionar a partir únicamente del capricho del Jefe del Ejecutivo.
Vendrían luego un cúmulo de decisiones que empezaron a anular los principios del Estado y el marco institucional. Por ejemplo, el Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios (FEIP), una herencia del sexenio peñista, simplemente desapareció en el primer año. De los 375 mil millones de pesos solo quedaron 10 mil millones según un informe de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. La oposición política en el Congreso se calló en este tema. El destino de esos fondos, sometidos a rigurosas reglas de operación, simplemente no se supo. Y esto sucedió con varios fideicomisos públicos.
El fenómeno obradorista a lo largo de su primer sexenio consistió en fortalecer un gobierno faccioso y autocrático en la medida que buscaba anular los otros poderes distintos al Ejecutivo.
Lo logró con el Poder Legislativo y preparó con la reforma judicial, llevada a cabo después de su sexenio, la destrucción del Poder Judicial, demostrando que su dominio presidencialista, más allá de su propia administración, habría de trascender como un resurgimiento del viejo caudillismo mexicano.
Lo que ha emergido con el escándalo del llamado huachicol fiscal, es el caso de corrupción más grande en la historia de México y que afecta a la Armada de México, esa Marina que llegó a ser la fuerza más prestigiada en la lucha contra el crimen organizado convertida en un brazo del mismo.
Con un Ejército transformado en albañiles, guías de turistas, constructores y una Marina en crisis por el Huachicol Fiscal, con mandos enriquecidos, las dos corporaciones ya no son el pilar del Estado.
López Obrador declaró después de ganar las elecciones presidenciales que las Fuerzas Armadas deberían desaparecer, ya que el pueblo no las necesitaba. Se dice que se arrepintió de esta propuesta, pero no es así. Fue peor, no las desapareció físicamente, sólo las anuló, las corrompió.
Lo que México ha vivido desde el pasado sexenio es, a pesar de antecedentes y corruptelas anteriores, algo inusitado. La propaganda gubernamental o el discurso proteccionista de la presidente Claudia Sheinbaum, ya no han podido ocultar la realidad heredada del sexenio pasado y vigente hoy en día.
Si ya era escandaloso el manejo arbitrario de los fondos públicos, lo sucedido en Segalmex -con 15 mil millones de pesos robados y defraudados superó cualquier antecedente similar en organismos públicos-, el huachicol fiscal, la impunidad de los Cárteles y la ostentosa corrupción de familiares y mandos de su gobierno, se unen al mayor endeudamiento público de la historia moderna del país y a un proceso de destrucción del Estado mismo.
Esta realidad que prevalece tiene el peor corolario con la defenestración en los hechos de la Ley de Amparo, el fruto precioso del Estado mexicano, heredado por Mariano Otero desde el siglo XIX.
El Estado mexicano vive actualmente una dolorosa agonía que a la mayoría de los mexicanos parece no importarle. Si esto continúa así, con el predominio de un gobierno faccioso avalado por mayorías del pueblo, un día no lejano habrá que proclamar -de manera semejante al Dios ha muerto de la crisis espiritual, señalada por Nietzsche, del mundo occidental-, una sentencia que diagnostica algo peor a una decadencia, a un sistema demolido, a una República caída, donde prevalece una realidad trágica para el presente y el futuro de los mexicanos: el Estado ha muerto.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times