Opinión
El PRI regresó al poder presidencial con la postulación de un gobernador carismático, Enrique Peña, apreciado localmente en su entidad, el Estado de México. Peña derrotó en las elecciones presidenciales a la candidata panista Josefina Vázquez Mota y a Andrés Manuel López Obrador, converso al izquierdismo que en Latinoamérica avanzaba con su cauda de corrupción patente y la demagogia eficaz de su ideología.
Pero Peña cometió dos errores iniciales en su gobierno. Le dio prioridad a lograr las llamadas "reformas estructurales", un programa de modernización económica cuyo beneficio principal era para los grandes capitales, antes que atender primero, con un programa específico, la problemática de pobreza y atraso social que lacera al país.
Y segundo, aceptó el regalo envenenado de un avión presidencial muy lujoso adquirido al final de su gestión por el presidente Felipe Calderón. Algo que le daría miga propagandística a sus adversarios izquierdistas.
A pesar de su buena administración pública y de lograr resultados positivos en distintos rubros, como en la economía, la seguridad o la renegociación del tratado de libre comercio -con un hueso duro de roer como lo era el presidente Donald Trump- ese debilitamiento político inicial provocó que su imagen se desplomara con el escándalo de la Casa Blanca, una residencia adquirida por su esposa con el crédito de un proveedor de gobierno.
Y pasó inadvertido un hecho singular, que Peña pidió perdón públicamente por ese error patente de la Casa Blanca, denunciado en medios cuando en los viejos tiempos se auto censuraban esa clase de hechos.
Pero también se ignoró algo inédito, que un presidente metiera a la cárcel a media docena de correligionarios suyos, con pruebas patentes de su corrupción. Seis exgobernadores priistas y uno panista. Y no hubo reconocimiento social o político de esto.
Y entonces un viejo político, Andrés Manuel López Obrador, comienza a emerger de nuevo con el apoyo de grandes empresarios que veían en su propuesta de nacionalismo económico el renacimiento de viejas oportunidades de acumulación de capital sin tener que fortalecer su competitividad.
En particular Carlos Slim, el hombre más rico de México, le dio apoyo al candidato de Morena molesto por haber perdido el cobro de las llamadas de provincia que significaban millones de dólares diarios.
Al ganar con holgura las elecciones presidenciales, a pesar de sus antecedentes controversiales como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, López Obrador vio el camino abierto para un ejercicio de poder al viejo estilo presidencialista.
Tres herencias del peñismo fueron derruidas por el líder de Morena: el Aeropuerto Internacional de Texcoco, un hub que impulsaría un desarrollo regional previsto con 400 mil empleos y tenía un 40 por ciento de avance con años de estudios como precedente; el desvío del ahorro de 375 mil millones de pesos del Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios (FEIP) y la cancelación del proyecto de Zonas Económicas Especiales que representaba una inversión negociada de 8 mil millones de dólares iniciales, un cimiento para el desarrollo de regiones atrasadas.
Quedaban claro entonces dos cosas en el inicio del gobierno de López Obrador: 1. Que el poderoso lema suyo "Primero los pobres" no iba a tener que ver con crecimiento económico, desarrollo o empleos y 2. Que la arbitrariedad presidencial iba a ser la norma de su gobierno.
El viejo presidencialismo mexicano se sustentaba ahora en demagogia convertida en propaganda incesante -orientada a la manipulación de grandes sectores-, y su autoritarismo tradicional se transformaría en la arbitrariedad propia de un dictador tropical.
Después del sexenio obradorista ya no se habla de previsiones, sino de una realidad: el retroceso político al viejo presidencialismo encarnado en un caudillismo anacrónico.
No es el presidencialismo echeverrista -en el cual se formó el joven priista López Obrador- el fenómeno político del que ahora somos testigos. No es una restauración, es una descomposición de lo establecido.
Su referente actual se puede encontrar más bien en el caudillismo militarista: la continuidad se manifiesta con una presidencia débil ante un caudillaje fuerte a partir de amarres políticos sustantivos y una lealtad del Ejecutivo en funciones hacia la figura del líder, en contra de cualquier manifestación de poder propio real.
Este poder mitificado es corrupto en sí mismo porque niega el ejercicio de la ley y destruye a la República para entronizar el poder absoluto a trasmano, proyectando centralmente al poder militar en el trasfondo de la corrupción.
El recuento de la corrupción obradorista es largo. Los grandes proyectos son opacos y se encuentran, al ser declarados de seguridad nacional, sin supervisión ciudadana ni de ningún organismo del Estado, es decir, sin auditorías pertinentes.
Cientos de miles de millones de pesos del erario público se han gastado sin que pueda verificarse su ejercicio correcto. Su oscuridad decretada es, en sí mismo, un acto de corrupción. ¿En qué sentido el gasto ejercido en la construcción de un aeropuerto, un tren, una refinería y la compra de una línea aérea son un tema de "seguridad nacional"?
Tres subsistemas del Estado se encuentran actualmente derrumbados: el de salud pública, el de la educación pública básica y el de la seguridad pública. Con recursos disminuidos, la población más vulnerable se ha visto afectada y, sin embargo, no ha dado muestras de disgusto con el nuevo régimen.
Hemos llegado a la cúspide del régimen presidencialista y, al mismo tiempo, a la degradación total del sistema político. La finalidad obradorista es crear un poder absoluto, con la abolición del equilibrio de poderes, la vigencia de un caudillismo a trasmano y el funcionamiento de un gobierno faccioso basado en la propaganda.
Durante un largo periodo el régimen surgido de la Revolución mexicana estableció un sistema donde el poder presidencialista se equilibraba con subsistemas funcionales: la salud, la educación, la seguridad, la construcción de infraestructura y la política exterior.
La población toleraba la corrupción de los políticos gobernantes, el dominio unipartidista, la censura y la represión selectiva a cambio de la existencia de esos subsistemas funcionales.
He mencionado el derrumbe actual de esos subsistemas básicos (salud, educación, seguridad) junto con la caída de la política exterior y la ineficiencia en la construcción de infraestructura. ¿Por qué entonces sigue habiendo una amplia base social que apoya a un régimen anárquico orientado a la destrucción o inoperancia del Estado? El presidencialismo convivía con el Estado, incluso compartía su vigencia, ¿por qué ahora lo hiere de muerte y de manera simultánea cuenta con apoyo popular?
La explicación sencilla tiene que ver con la identificación del obradorismo con la pensión universal. Es una política neoliberal para fortalecer la economía al dar capacidad de consumo a grupos sociales que no lo tienen (Milton Friedman) o es un acto de justicia social, tal como decía Ezra Pound: "El mejor lugar de depósito de dinero es el bolsillo del pueblo". Pero ¿en realidad es sólo eso? (Continuará).
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times
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