Opinión
El sistema político moderno mexicano se basaba en una hegemonía partidista que se forjó durante décadas, la del PRI.
La lucha por el poder había sido dominada y se pasó del caudillismo a un régimen presidencialista que evitaba el anquilosamiento cambiando de Tlatoani -el emperador azteca, señor de la palabra-, cada seis años.
La designación la hacía el anterior. Pero no podía intentar mantener su poder o influencia, porque sucedía lo que le pasó a Luis Echeverría, su sucesor, José López Portillo, lo envío de embajador a las Islas Fidji.
Pero dos antecedentes: la reforma política de Jesús Reyes Heroles y la modernización salinista abrieron las compuertas del poder a la tradicional oposición panista.
Fueron luego dos sexenios, el de Vicente Fox y de Felipe Calderón, con claro oscuros. La primera alternancia, la de Fox, dejó como herencia el Seguro Popular y una incipiente crisis de seguridad después de que por razones políticas se defenestró al general Rafael Macedo, que desde la Procuraduría General de la República (PGR) estaba manejando una estrategia de contención ante la amenaza de un desbordamiento del crimen organizado.
Y vino el sexenio de Felipe Calderón que ganó unas elecciones muy competidas, sobre las cuales el obradorismo siempre alegó un fraude electoral que nunca pudo probar.
Pero esa presión política por parte de la izquierda y la emergencia en seguridad que significaba el surgimiento de grupos criminales -los Zetas y la Familia Michoacana con un modus operandi distinto al tradicional de los Cárteles mexicanos, más sanguinarios e intrusivos en el ámbito social-, provocaron en el gobierno calderonista la idea de fortalecer su legitimidad mediante una respuesta militarizada al problema.
Desde aquel tiempo hicimos públicamente la crítica a esa decisión, previendo el riesgo de crear un estado de guerra permanente en el país. Por supuesto el gobierno debía actuar, pero sigo sosteniendo que la estrategia no era la adecuada, por lo menos no en la forma como se aplicó.
El hecho es que el PRI retornó al poder de la mano de un gobernador popular en la entidad más determinante en una elección presidencial: Enrique Peña del Estado de México.
Los resultados económicos y sociales del peñismo en el país no han sido superados por la alternancia morenista. Sin embargo, errores como la Casa Blanca -a pesar de que Peña pidió públicamente perdón por ello en un caso inusitado por parte de un presidente mexicano- y una eficaz campaña izquierdista del obradorismo a partir de manejar que no se podía estar peor y de prometer un gobierno a favor de los pobres, convirtieron al gobierno priista en impopular e incapaz de frenar esa opción.
Los negativos obradoristas no fueron explotados, ni su pobre desempeño en los debates. El PRI y el PAN, con dos candidatos mejor preparados, Meade y Anaya, realizaron unas campañas mediocres y fueron arrasados electoralmente.
La llegada al poder de López Obrador comenzó, antes de su presidencia formal, con dos acciones que representaron malos augurios de su ejercicio en el poder: la cancelación arbitraria del Aeropuerto de Texcoco en construcción y la intervención de su equipo para ceder en favor de la postura del gobierno estadounidense las únicas cláusulas que permanecían pendientes de negociación del tratado de libre comercio de América del Norte.
La acusación de López Obrador en relación a que había corrupción en las obras del Aeropuerto de Texcoco nunca se sostuvo seriamente y con pruebas. Tampoco hubo explicación del porqué se había cedido tan fácilmente y no negociado en los últimos aspectos del tratado comercial.
Pero la necesaria e incipiente oposición priista o panista nacía pasmada, aturdida, sin discurso, sin liderazgo, se mostraba culposa, como avergonzada, sin autoridad moral o política, lista para demostrar no ser un estorbo, convertida en una oposición cooperativa, lo que el obradorismo nunca mostró ser cuando jugaba el papel opositor.
El obradorismo se mostró implacable. Sus programas sociales se convirtieron en instrumentos de propaganda gubernamental y electoral sin oposición alguna. Se lanzó abiertamente, con base en el lema de "abrazos no balazos", una política ilegal de conciliación fáctica con los Cárteles que diversificaron sus negocios y sus crímenes hasta controlar abiertamente más del treinta por ciento del territorio.
El Ejército, en el marco de la pasividad se convirtieron en constructores, albañiles, guías de turistas y mandos superiores de la Marina -la corporación militar más prestigiada del país- coordinaron la corrupción más grande de la historia mexicana: el huachicol fiscal.
López Obrador mantuvo un discurso lejano al de Jefe de Estado y mostró presidir un gobierno faccioso, sin que este ejercicio inédito del poder fuera combatido por la oposición.
El discurso oficial negativo se impuso y mediante bots en las redes y un creciente número de seguidores fanatizados en las mismas, se difundieron postulados elementales y la denigración repetida de toda voz crítica, en un proceso de lavado de cerebro propio de regímenes comunistas.
Ante ello la oposición fue tibia, su alianza no lo fue compartiendo propuestas sino difuminando sus propias identidades políticas. Lo peor fue asumir posturas woke, cuando esta corriente está muy bien representada en el partido gubernamental, el cual convive extrañamente con representaciones evangélicas e integrando al mismo tiempo a numerosos ex priistas y ex panistas de alto perfil.
La idea de la omnipotencia del partido oficial se retroalimenta de la debilidad opositora. Su ausencia de autocrítica por parte de ésta terminó legitimando la campaña en su contra desde el poder.
Un pasado con la denigración sin defensa por parte de los atacados, en el fondo culposos, se convirtió en una marca denigrante que inmoviliza a los opositores. Ellos aceptan ser más de lo mismo, transformado en más de los mismos.
Junto con PAN y PRI, Movimiento Ciudadano comparte la falta de propuesta, identificado con lo woke, su habilidad no es política sino publicitaria, finalmente superficial, por lo que no representa ninguna alternativa política seria.
El PAN, en la búsqueda de recobrar una identidad propia, enarbola valores abiertamente conservadores y, en ese sentido, anti woke: Patria, Familia, Libertad.
Pero esto permanece en el plano de los postulados, no de lo crítico programático en confrontación con el morenismo vigente. Si acaso rebasa lo publicitario y se convierte en una lucha cultural y emocional y, en algún momento, confluye con una personalidad disrruptiva y con atractivo popular como Ricardo Salinas Pliego -que no cuenta con Partido propio-, quizás puede crecer, aunque de todos modos una alianza en un frente amplio va a ser necesaria e inevitable si realmente se quiere vencer a Morena.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times
Únase a nuestro canal de Telegram para recibir las últimas noticias al instante haciendo clic aquí
















