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(Ilustración de The Epoch Times/Shutterstock).

(Ilustración de The Epoch Times/Shutterstock).

La ciencia sobre el autismo y las vacunas no está claro: lo que falta por investigar

Durante mucho tiempo se nos ha dicho que, sin lugar a dudas, las vacunas infantiles son seguras, pero la realidad es que no lo sabemos

PUNTOS DE VISTA SOBRE LA SALUDPor Joel Warsh
19 de junio de 2025, 7:43 p. m.
| Actualizado el19 de junio de 2025, 7:43 p. m.

Al igual que muchos médicos, durante mi formación me enseñaron que cualquier vínculo entre las vacunas y el autismo había sido completamente desmentido, que "la ciencia lo había demostrado" y que ya no era objeto de debate. Repetí ese mensaje con confianza durante años. Pero cuando empecé a investigar para mi libro, "Entre una vacuna y una situación difícil" (Between a Shot and a Hard Place), dejé de lado las suposiciones y analicé los datos por mí mismo de forma imparcial.

Lo que descubrí no fue tranquilizador. No era un conjunto sólido de pruebas que zanjara la cuestión. En cambio, encontré una colección sorprendentemente limitada de estudios —con diseños estrechos y lagunas importantes. Como pediatra certificado por la junta y formado en las mejores instituciones, esperaba certeza. Lo que encontré fue un panorama incierto e incompleto— que no exige dogmas, sino una investigación científica abierta y matizada.

Quiero dejar claro que no estoy afirmando que las vacunas causen autismo. Lo que digo, con humildad y urgencia, es que no lo sabemos. Y la verdad es que nadie puede afirmar con certeza que lo sabemos.

Ese es el problema.

El alcance del problema

El trastorno del espectro autista (TEA) es una afección neurológica compleja. Si bien algunos niños solo presentan síntomas leves, muchos enfrentan dificultades significativas con el habla, las habilidades motoras y las funciones cotidianas. El espectro es amplio y sigue creciendo.

Según las últimas cifras de los CDC, 1 de cada 31 niños en los Estados Unidos es diagnosticado con autismo. En California, las cifras son aún más altas: 1 de cada 12.5 niños. Si bien es cierto que los cambios en los criterios de diagnóstico y la mayor concienciación han contribuido al aumento, estos factores no explican el incremento de los casos graves.

Casi dos tercios de los niños con autismo tienen hoy en día una discapacidad intelectual leve o profunda, una tasa más alta que en décadas pasadas. Se trata de una crisis de salud pública. Una crisis que no podremos resolver si nos negamos a plantear las preguntas difíciles sobre lo que puede estar contribuyendo a ella.

La ilusión de la certeza

Se nos ha dicho, una y otra vez, que la pregunta ya tiene respuesta. Que el debate ha terminado. Que se ha "estudiado a fondo".

Cuando comencé la investigación para mi libro, esperaba encontrar una biblioteca de ensayos controlados aleatorios que compararan a niños vacunados y no vacunados, datos epidemiológicos sólidos que rastrearan los impactos neurológicos a largo plazo del calendario de vacunación de los CDC y estudios que evaluaran el momento de la dosis, las combinaciones de adyuvantes y los mecanismos biológicamente plausibles.

En cambio, encontré un pequeño grupo de estudios repetitivos, casi todos ellos sobre la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubéola) o el timerosal, el componente de mercurio de las vacunas, un conservante que se eliminó de la mayoría de las vacunas hace 20 años. Los estudios más citados —Madsen (2002), DeStefano (2013), Hviid (2019)— no comparan a niños vacunados con niños no vacunados. Comparan a niños que recibieron un tipo de vacuna con otros que recibieron otras vacunas.

Es como estudiar si fumar causa cáncer comparando cigarrillos con filtro con cigarrillos sin filtro, sin comparar nunca ninguno de los dos grupos con los no fumadores.

La falta de rigor aquí no es sutil. Es fundamental.

Esperaba encontrar un amplio conjunto de ensayos clínicos y montañas de datos epidemiológicos que confirmaran lo que siempre me habían dicho: que las vacunas no causan autismo. Suponía que esta cuestión había sido respondida exhaustivamente y respaldada por la ciencia moderna. Pero lo que encontré me dejó incrédulo.

No había estudios amplios y exhaustivos que evaluaran todas las vacunas del calendario del CDC y su posible relación con el autismo. La investigación que me habían enseñado que existía simplemente no existía.

En un esfuerzo por comprender mejor, recurrí a dos de los expertos en vacunas más reconocidos, los doctores Peter Hotez y Paul Offit y leí sus obras. Sin embargo, los únicos estudios a los que se hacía referencia eran los habituales, centrados en la vacuna triple vírica, el timerosal y un estudio de DeStefano que comparaba los recuentos de antígenos —no la exposición real a la vacuna— entre niños que ya habían sido vacunados, junto con algunas citas más antiguas y enlaces al sitio web de los CDC.

No se hacía referencia a ningún otro dato o estudio que abordara la hepatitis B, la DTaP, el Hib, la IPV, la PCV, el rotavirus, el VRS, la gripe, la vitamina K, la hepatitis A, la varicela o cualquier combinación de estas vacunas en relación con el autismo en niños.

Lo que sigue sin estudiarse

La afirmación de que "la ciencia sobre las vacunas y el autismo está clara" o que "se ha desmentido la relación" no está respaldada por investigaciones exhaustivas e independientes. En cambio, encontré lo siguiente:

- No hay ensayos controlados aleatorios a largo plazo a gran escala que comparen a niños totalmente vacunados con niños totalmente sin vacunar.

- No hay investigaciones significativas que examinen el efecto a largo plazo de la administración simultánea de múltiples vacunas, que es la forma en que se suelen administrar a los niños.

- La investigación sobre los adyuvantes de aluminio es mínima, a pesar de su conocido potencial neuroinflamatorio en estudios con animales y células.

- No hay estudios que evalúen la seguridad del calendario completo de vacunación de los CDC tal y como se administra actualmente, con su calendario y combinación de dosis actuales.

- Investigación mínima o nula sobre el autismo a largo plazo en la mayoría de las vacunas infantiles, aparte de la triple vírica, incluyendo la hepatitis B, la hepatitis A, el rotavirus, la PCV (vacuna conjugada neumocócica), la varicela, la DTaP (difteria, tétanos y tos ferina) y la poliomielitis.

- No hay datos de seguridad a largo plazo sobre las vacunas añadidas más recientemente, como COVID-19, el VRS (virus respiratorio sincitial) o las nuevas vacunas combinadas, todas ellas introducidas sin una vigilancia poscomercialización a largo plazo en poblaciones diversas.

El Instituto de Medicina, un organismo independiente líder que asesora al gobierno sobre cuestiones médicas y de salud pública, publicó un informe en 2013 que mostraba que el calendario de vacunación infantil recomendado por el gobierno federal desde el nacimiento hasta los seis años no había sido evaluado científicamente en su totalidad. El informe afirmaba además que no había pruebas científicas suficientes para que los comités de médicos determinaran si el calendario de vacunación infantil está o no asociado con el desarrollo de una serie de trastornos cerebrales y del sistema inmunitario prevalentes entre los niños de hoy en día, incluido el autismo. Esta admisión pone de relieve la realidad de que el calendario completo de vacunación, tal y como se administra en la práctica, carece del escrutinio científico exhaustivo que muchos dan por sentado.

No se trata de una opinión marginal. Figura en la literatura oficial. Pero el público nunca lo sabe.

Señales de alarma e historias silenciadas

Una revisión publicada en 2014 en Pediatrics, destinada a resumir la seguridad de las vacunas infantiles, menciona el autismo nueve veces. Pero casi todas las referencias se limitan a reiterar la ya conocida afirmación de que la vacuna triple vírica no está relacionada con el autismo, haciéndose eco en gran medida de conclusiones anteriores. Sin embargo, en el documento se esconde una referencia a un estudio realizado en 2010 por Gallagher y Goodman, que descubrió un aumento significativo del riesgo de autismo en los niños que recibieron la vacuna contra la hepatitis B durante el primer mes de vida, un aumento tres veces mayor en comparación con los que la recibieron más tarde o no la recibieron en absoluto. A pesar de la importancia de este hallazgo, apenas se debatió de forma crítica.

El Dr. William Thompson es un científico sénior de los CDC que se convirtió en denunciante en 2014. En su testimonio, reveló que se omitieron datos críticos que mostraban un aumento del riesgo de autismo en niños afroamericanos vacunados antes de los 36 meses en un estudio de los CDC del que era coautor. Thompson declaró posteriormente: "Lamento que mis coautores y yo hayamos omitido información estadísticamente significativa".

Esto debió dar lugar a una investigación pública. No fue así.

En mi consulta, he oído la misma historia una y otra vez. Un bebé sano y feliz recibe vacunas, a menudo varias a la vez. En cuestión de horas o días, algo cambia. Se detiene el habla. El contacto visual se desvanece. Dejan de responder a su nombre. Los padres están aterrorizados. Saben que algo va mal. Pero cuando buscan ayuda, se les despacha diciendo que es una coincidencia, que no puede ser la vacuna. A menudo se les tacha de "antivacunas" simplemente por hacer preguntas.

Pero estos padres no son antivacunas. De hecho, es todo lo contrario: llevaron a sus hijos a vacunar, creyendo que estaban haciendo lo correcto. Confiaron en el sistema. Siguieron el calendario. Y cuando sus hijos cambiaron, a veces de la noche a la mañana, hicieron lo que cualquier padre haría: buscaron respuestas. En su opinión, una vacuna provocó una reacción grave. Quizás tengan razón. Quizás sea una coincidencia. Pero, en cualquier caso, estas historias merecen ser escuchadas.

Descartarlas de plano no es ciencia, es dogma.

La verdadera ciencia requiere curiosidad. Exige que sigamos los datos y los informes, incluso cuando son incómodos. Estas historias no son solo anécdotas. Son observaciones. Son datos. El gran número de padres que informan de cronologías y síntomas casi idénticos debería hacernos reflexionar, no porque demuestre una causalidad, sino porque justifica una investigación más profunda e independiente. Silenciar estas voces no protege la ciencia. La socava.

Lo que requiere la ciencia real

La ciencia nunca es definitiva. Evoluciona. Cuestiona. Desafía las suposiciones. Refina sus conclusiones a medida que se dispone de nueva información.

Si queremos la verdad, debemos:

- Realizar estudios longitudinales prospectivos independientes que comparen a niños vacunados y no vacunados, utilizando evaluaciones estandarizadas del autismo.

Estos estudios debieron realizarse hace mucho tiempo y podrían llevarse a cabo de forma retrospectiva y prospectiva, con métodos éticamente sólidos. Los análisis retrospectivos podrían aprovechar las bases de datos sanitarias a gran escala ya existentes, como Vaccine Safety Datalink, las reclamaciones de seguros, los registros médicos electrónicos o los registros de vacunas, para comparar los resultados entre niños totalmente vacunados, parcialmente vacunados y no vacunados, ajustando los posibles factores de confusión.

De forma prospectiva, se podrían diseñar ensayos abiertos en los que se observara a los padres que decidieron no vacunar o retrasar o vacunar selectivamente, junto con los niños vacunados y se hiciera un seguimiento de ambos grupos a lo largo del tiempo utilizando evaluaciones del desarrollo neurológico coherentes y estandarizadas. No se denegaría la atención a ningún niño y ninguna familia sería asignada al azar en contra de su voluntad, lo que eliminaría las objeciones éticas habituales a este tipo de comparaciones.

- Estudiar el momento, la agrupación y la frecuencia de la administración de las vacunas.

- Evaluar los efectos a largo plazo de los adyuvantes, conservantes e ingredientes biológicamente activos en el desarrollo neurológico.

- Tener en cuenta las susceptibilidades genéticas, incluidas las mutaciones, las enfermedades autoinmunes y los trastornos mitocondriales, que pueden hacer que algunos niños sean más vulnerables.

- Escuche a los padres e investigue los informes razonables como datos observacionales válidos.

- Elimine los conflictos de intereses económicos de la investigación sobre la seguridad de las vacunas y garantizar la total transparencia de los datos.

Un llamamiento a la integridad

No estoy en contra de las vacunas. Ofrezco vacunas en mi consulta. Creo en la protección de los niños contra enfermedades graves. Pero también creo en la honestidad, la humildad y la ética.

Lo que no puedo apoyar es la adhesión ciega a un discurso que se niega a admitir lo que no se ha estudiado. No puedo apoyar un sistema que silencia la disidencia en lugar de responderla con mejor ciencia.

No necesitamos censura. Necesitamos un debate abierto, discusión y matices. Necesitamos una cultura médica que acoja las preguntas, respete el consentimiento informado y acepte la complejidad.

Se lo debemos a nuestros hijos.

Porque cuando está en juego la salud de millones de niños, no podemos permitirnos equivocarnos. Y la única manera de acertar es admitir lo que no sabemos.

No, la ciencia no está clara.


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