Opinión
El escritor Mario Vargas Llosa, recientemente fallecido, fue quien hace treinta y cinco años definió al régimen político mexicano como “la dictadura perfecta”. Octavio Paz, en el foro de ese célebre encuentro de intelectuales, no estuvo de acuerdo con esto porque la circunstancia mexicana era, con el salinismo vigente, la de una expectativa democratizadora en el país.
Pero Vargas Llosa tenía el sustento histórico de la evolución del régimen mexicano, desde el caudillismo militar hasta su supuesta civilidad. Era un sistema de reglas no escritas pero respetadas, que cada seis años coronaba a un nuevo Tlatoani, con base en un partido hegemónico apoyado por las masas depauperadas y las clases medias.
El poder se aprovechaba del conformismo de empresarios buscando los beneficios del capitalismo de compadres, había procesos modernizadores sin duda eficientes en la creación de infraestructura y de sistemas funcionales como el de la salud, educación y seguridad.
La democracia era en realidad un fingimiento, el control de los medios de comunicación funcionaba sin escándalos, no se trataba de un régimen policíaco, aunque las represiones eran implacables si se consideraban necesarias y se tenía una policía política, la Dirección Federal de Seguridad (DFS) que no le pedía nada a organismos similares de cualquier dictadura, se auspiciaba a los escritores, se subsidiaba una Universidad con una impresionante infraestructura y se contaba con una política exterior prestigiada.
En efecto, el salinismo abrió la puerta de una transformación democrática del país con el nacimiento del Instituto Federal Electoral (IFE), que le quitó posteriormente en un proceso el control de las elecciones al gobierno y a pesar de resistencias locales permitió la paulatina incorporación de la izquierda al sistema. Por cierto, fue el salinismo quien mediante su ala camachista comenzó el subsidio con recursos públicos a un líder emergente: Andrés Manuel López Obrador.
Sí, tenía razón Vargas Llosa al denominar como “dictadura perfecta” al régimen priista por su habilidad para subsistir con una democracia simulada y no parecer una dictadura clásica, renovándose cada seis años.
Pero también tenía razón Octavio Paz en rechazar se fijara la imagen de dictadura perfecta al régimen que después de las duras represiones a los movimientos estudiantiles rebeldes y a las guerrillas urbanas y campesinas de los 70, se preparaba para que la modernización económica fuera impulsando paulatinamente la modernización política.
Finalmente el régimen evolucionó en efecto y la denominación de dictadura perfecta quedó como una frase afortunada en otro contexto. Duras negociaciones conformaron un sistema electoral creíble y democrático que difícilmente habría correspondido al de una dictadura perfecta. López Obrador nunca pudo demostrar que hubiera habido fraude electoral en 2006.
La alternancia democrática comenzó con el PAN y la persistencia del obradorismo lo mantuvo como una opción posible a nivel electoral. Para ello contó con el apoyo de Carlos Slim, en su momento el hombre más rico de México quien, durante el gobierno de Enrique Peña tuvo un disgusto porque ese gobierno suspendió los cobros de llamadas de larga distancia que le representaban a su empresa 30 millones de dólares diarios y por ello respaldó una eficiente campaña en las redes sociales dirigida por un antiguo asociado, Epigmenio Ibarra, en contra del peñismo.
Aunque el gobierno de Peña apoyó el encarcelamiento de siete ex gobernadores priistas y uno panista, acusados de corrupción, el tema de la corrupción se convirtió en su debilidad aprovechado por el discurso eficaz de López Obrador quien así obtuvo el apoyo electoral de las clases medias.

Durante su gobierno la vieja campaña en su contra, que señalaba a López Obrador como “un peligro para México” pareció tener un nuevo asidero en la realidad, ante su conducción decidido a derrumbar la estructura política que le permitió llegar al poder, sustituyendo sus instituciones para implantar a toda costa una nueva hegemonía partidista.
No ha importado hacerlo con medidas autoritarias, con viejas trampas, opacidad informativa sustituida por una incesante propaganda que dividió a los mexicanos promoviendo el resentimiento social, un manejo arbitrario de las finanzas públicas —que provocó la renuncia de su primer secretario de Hacienda quien hizo esa denuncia— y una pasividad prácticamente cómplice ante el control territorial de los cárteles y la proliferación de delitos en contra de la gente pobre y las clases medias, con excepción de la alta.
Si bien la transformación gradual del viejo régimen significó un proceso de desmantelamiento paulatino de la Dictadura Perfecta, el obradorismo acometió con la prisa de un sexenio la tarea contraria, al desmantelar los avances democráticos para implantar un régimen demagógico basado en la propaganda y la manipulación de las masas, la corrupción plena, ante múltiples indicios, de una camarilla y una supuesta transformación que, con la destrucción del Poder Judicial, bordea ya los lindes de lo grotesco.
Esta realidad nos habla, paradójicamente, de una dictadura imperfecta. Lo que era sutil en un sistema de reglas no escritas se convirtió en burdas imposiciones; la amenaza represiva se volvió en el auspicio implícito de la violencia de los cárteles como un mecanismo de control social; se ha implantado el miedo como en cualquiera otra dictadura y el formalismo democrático terminó siendo figurado y sin contenido, una mentira que cada vez se acepta menos y que en la elección para destruir al Poder Judicial ya provocó un evidente rechazo.
No fueron ni siquiera los trece millones de votos que se calcularon al término de la elección, son menos de doce millones si se contabilizan las boletas anuladas, la mayoría intencionalmente pues se escribieron consignas contra el gobierno en las mismas, superando el millón y medio.
El acarreo de votantes y la inducción del voto por parte de organismos oficiales y el uso de los llamados acordeones para imponer a los candidatos, seleccionados con criterio de camarilla o mediante una absurda tómbola, deslegitimaron esta elección.
El símbolo de que ya no hablamos de una posible dictadura perfecta, sino de una imperfecta, es que a todas luces sigue gobernando el ex presidente López Obrador. A su candidato para presidir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Hugo Aguilar Ortiz, se le han señalado públicamente distintos negativos: no es indígena aunque se ostente como tal, tampoco fue asesor del EZLN aunque lo presumió, se le señala haber protegido a acosadores sexuales de mujeres indígenas a pesar de las denuncias y, sobre todo, no ha sido juez ni tiene experiencia en el campo jurídico. Dijo que iba a derogar el uso de la toga de juez para poder utilizar ropas indígenas folklóricas, para lo cual iba a presentar una iniciativa sin conocer lo mínimo, que los ministros, por ley, no pueden presentar ninguna clase de iniciativas.
Lo peor de una dictadura que quiere ser simulada es ser, de plano, tan imperfecta.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de The Epoch Times.
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