Opinión
Recuerdo al presidente Luis Echeverría gritando en un auditorio a los estudiantes que lo repudiaban: "Fascistas! Así actuaban las juventudes fascistas!". En ese tiempo el expresidente López Obrador era estudiante, pero militaba en el PRI, el mismo partido de ese Presidente que se reivindicaba ser de izquierda y apoyaba causas internacionales identificadas con esta ideología.
Era la izquierda gubernamental opuesta a la izquierda militante y contestataria sobre todo estudiantil, que había tenido su bautismo de fuego con el ataque de la banda paramilitar de los halcones el 10 de junio de 1971.
Pero López Obrador no quería ser un disidente en aquel tiempo, sino hacer carrera política en el PRI gubernamental y eso fue un logro suyo, a pesar de tardar 14 años para graduarse en la UNAM de licenciado en ciencias políticas.
Hago remembranza de esta historia porque es precisamente el expresidente López Obrador quien supera a su maestro Echeverría y contribuye a la (in) cultura política nacional profiriendo desde el poder insultos y descalificaciones ya no solo a sus adversarios políticos sino a grupos sociales enteros desechados como "fifís", "aspiracionistas", etcétera.
Gabriel Zaid recopiló más de 160 calificativos presidenciales dirigidos a fomentar el desprecio hacia sus adversarios políticos y sus repudiados clasemedieros, muchos de los cuales de todos modos votan fielmente por su partido Morena.
En un régimen presidencialista como el nuestro, la palabra del jefe del Ejecutivo tiene una gran influencia social. He contado cómo el discurso persistente del presidente Carlos Salinas sobre la deuda externa fomentó que se convirtiera en el elemento más difundido en la conversación pública de ese tiempo, durante el primer año de su gobierno hasta la renegociación de la deuda externa multilateral con el Club de París para su desaparición como tema social.
En el caso actual, el discurso presidencial basado en la confrontación y el desprecio sustenta no solo el encono desde el poder, sino es el fundamento de la propaganda de un gobierno que no dudo en definir como faccioso.
Y es que la toma del poder por parte de Morena ha tenido como signo la abolición fáctica del Estado convertido en un cascarón vacío, por una transformación orientada a establecer el ejercicio del poder sin contrapesos y con base en el desprecio del otro.
Vemos así convertido al poder del gobierno sin idea de Estado, en el triunfo absoluto de una facción política inscrito en una verdadera anarquía del poder, un retroceso autoritario de un rancio presidencialismo combinado con el imperio de una propaganda manipuladora y destructiva.
El eje de esta transformación ha sido así un caudillismo de viejo signo con la propaganda expresada en el exterminio de la razón política. Es el imperativo del presidencialismo en tanto caudillismo, junto con la promoción de emociones tales como el resentimiento social y el desprecio al otro, o de simbologías primarias, por ejemplo, supuestas o reales brujerías indígenas que eliminan el laicismo del Estado y, por tanto, lo hacen nugatorio. Es su destrucción desde la forma y constituye un mensaje subliminal, pues ya no es el orden jurídico el que impera, sino el reino de lo irracional disfrazado de popular.
Debe señalarse en este caos la influencia de personajes extranjeros con un gran desconocimiento político de la historia mexicana. Adueñados de la asesoría propagandística confundieron fácilmente lo lumpen con lo popular, una versión elemental y escolar de la historia mexicana en lugar del respeto a la complejidad de nuestra historia, junto con una combinación de la ideología woke y, al mismo tiempo, una promoción degradante del discurso gubernamental, pero sobre todo sustentado en el desconocimiento de la experiencia histórica y de la difícil evolución del sistema político mexicano.
El debate político debería ser entonces con esta contraparte oculta o que emerge con soberbia: el publicista guatemalteco Epigmenio Ibarra, el español Abraham Mendieta promotor del odio al otro en el Senado, la consultora Neurona integrada por españoles, bolivianos y argentinos. Con ellos, Jesús Ramírez Cuevas, el poderoso asesor presidencial discípulo de Carlos Monsiváis, cuya capacidad sarcástica se convirtió desde el poder en una versión elemental del desprecio al otro y difundido con potencia y recursos en las redes sociales.
Entonces los opositores o todo aquel crítico del actual poder o ciudadano descontento es un facho -fascista-, un traidor a la Patria y un corrupto que extraña privilegios. Es el fomento de la lucha de clases al mismo tiempo que se favorece a grandes capitales que avalan esto para beneficiarse en una versión aumentada y abusiva del capitalismo de compadres.
Llegamos así a la completa degradación del debate político mexicano. Despreciado y degradado el contrincante político -que no ha hecho autocrítica ni ha sabido moverse en este contexto-, sin voces opositoras nuevas -salvo el empresario Ricardo Salinas Pliego que comienza a tener cierta penetración popular como si significara una transferencia de oxígeno-, el predominio del gobierno morenista pareciera una salvaje danza gobiernícola cuyo ruido ha opacado hasta ahora cualquier disidencia.
En el Senado de la República se colocó en su presidencia a un activista lumpen súbitamente enriquecido, Gerardo Fernández Noroña, quien a lo largo de su gestión contribuyó en gran medida a la degradación del debate político mexicano.
Esto ha sido evidente con el insulto, el desprecio y menosprecio hacia sus adversarios políticos, el desconocimiento de las normas y formas parlamentarias y finalmente al haber propiciado un enfrentamiento violento con el dirigente priista desconociendo un acuerdo parlamentario, en una actitud de abuso repetida a lo largo de su gestión.
Se ha nombrado como la nueva presidente del Senado a Laura Itzel Castillo, hija de Heberto Castillo, una figura histórica de la izquierda tradicional mexicana. Ha tenido ella una trayectoria administrativa y política sin las estridencias características de Gerardo Fernández Noroña a quien sustituye. Quizás se busca devolver dignidad profesional al Senado de la República. Esto sería una buena noticia.
El Senado ha estado ausente ahora en la vida política del país, salvo para participar con su propia parte en la degradación del debate político mexicano. Desde los opositores, incapaces de expresar ideas y propuestas, hasta el predominio destructivo del partido gobernante, el Senado no ha tenido participación alguna en la política exterior, la representación de los estados o en un debate político de altura que contribuya a revivir y oxigenar a la República.
Durante el predominio priista hubo, al margen del control institucional, un debate político vivo no siempre protagonizado por los políticos profesionales. Había también una cultura viva de gran aliento.
Cuando Jesús Reyes Heroles buscó superar un periodo de violencia política tanto en el ámbito rural como urbano, lo hizo abriendo las puertas institucionales con la reforma política cuyo proceso político duró de 1977 a 1979. La divisa fue: "el que resiste apoya", con el propósito que esa resistencia tuviera cauce institucional.
Luego durante la modernización salinista se dio otra etapa para abrir puertas más anchas al pluralismo hasta llegar a su contraparte, con la hegemonía política del morenismo que está asfixiando y casi mata ya a la República.
Hace 30 años publiqué un libro de casi seiscientas páginas: "La razón y la afrenta. Antología del panfleto y la polémica en México". Se agotó muy rápidamente junto con mi libro "El fin de lo sagrado", un estudio de la secularización mexicana. Ambos tuvieron buena crítica en su momento y se escribieron artículos y ensayos sobre ellos porque tocan temas sustantivos de interés intelectual y público.
Tres décadas después es hora de su reedición. Sobre "La razón y la afrenta" el escritor Sergio González Rodríguez, por desgracia ya fallecido, dijo: "Es un libro peligroso". Pienso que, en efecto, lo es porque expone referencias de nuestra historia que contribuyen a sacudir las conciencias.
En este momento cuando vivimos la agonía del Estado mexicano y la degradación del debate político, es hora de devolverle a la historia y al pensamiento parte de la enjundia de esa cultura que debe emerger cuando creen los poderosos que ya la han matado.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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