Opinión
Es importante insistir en el antecedente de la crisis de seguridad en México, precisamente para explorar si acaso existe una salida factible y pronta para esta circunstancia que está derruyendo la gobernabilidad, la estabilidad social y el destino de las nuevas generaciones, condenadas aparentemente a vivir en un país inseguro, violento y sin justicia.
Aunque ahora se niegue, no todo fue malo en el pasado inmediato del país y en el siglo XX; hubo períodos de modernización donde incluso se llegó a vislumbrar un auge permanente hasta superar atrasos y desequilibrios económicos, que en realidad se acentuaron finalmente.
La Revolución mexicana de 1910 duró tres décadas desde que un hombre, el presidente Francisco I. Madero —quien creía que le hablaban los espíritus del más allá—, derrumbó mediante un levantamiento la paz porfirista, con el sueño de la democracia.
Aunque lo que siguió en cambio fue una guerra civil en distintas fases, no sólo por la disputa del poder entre caudillos sino también con episodios como la Guerra Cristera, cuando se ahorcaba a campesinos católicos porque creían en la Virgen.
Los dos períodos de modernización del país se dieron con el alemanismo cuando se superaron los gobiernos de generales y se hicieron grandes obras de infraestructura, y con el salinismo cuando el país se vinculó a la globalización promoviendo el dinamismo económico y negociando el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá.
Ambos periodos fueron complejos, con múltiples realizaciones, pero también con la impronta del capitalismo de compadres, uno de los males asociados al presidencialismo mexicano, lo cual se repitió con creces durante el sexenio obradorista que proclamaba —ya se vio que sólo de manera propagandística— romper con el pasado.
En esos periodos era notorio y se presumía la estabilidad existente en el país a pesar de rupturas políticas circunstanciales —luchas electorales, guerrillas, movimientos estudiantiles, descontento social—, sobre todo después del alemanismo y del sexenio tranquilo de Ruiz Cortines.
El tema del narcotráfico se fue incubando y tuvo su primera crisis en el gobierno de Miguel de la Madrid, cuando el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena, destapó su poderío, corrupción y complicidad estatal.
La crisis económica que estalló en el gobierno de Ernesto Zedillo desató también una explosión delincuencial que generó, por ejemplo, una oleada de secuestros en la capital del país y zonas conurbadas.
Pero lo que se estaba incubando más peligrosamente era un latente cambio en el fenómeno del narcotráfico. Nuevos Cárteles más violentos comenzaron a desarrollarse: los Zetas y la Familia Michoacana.
Si bien la estrategia de contención al narcotráfico instrumentada por el general Macedo de la Concha —no es mi pariente— fue eficaz, se le defenestró por razones políticas —por intervención del secretario de Gobernación, Santiago Creel y su asesora, María Amparo Casar— para dar su cabeza al obradorismo, después del intento fallido del gobierno de Fox para llevar a cabo el desafuero de López Obrador por su violación a la ley de amparo.
Comenzó así, en los últimos meses del gobierno foxista, la pesadilla que dura hasta ahora. Esta es la primera sinrazón importante del problema: permitir que la política intervenga en el ejercicio de la justicia y en la prioridad de mantener la seguridad de los mexicanos.
Esto volvió a suceder con Felipe Calderón. La decisión de comenzar la guerra del narco se tomó como parte de la búsqueda de legitimidad presidencial ante los ataques propagandísticos del obradorismo, quien acusaba sin pruebas de que había habido fraude electoral.
En un principio parecía que la estrategia gubernamental era correcta. Cuando ya sumaban 17 mil muertos, la directora de la DEA dijo en una reunión en Cancún que el número de muertes avalaba que “la estrategia era correcta”.
Pocos nos oponíamos abiertamente a esa medida falsamente estratégica, salvo que crear un “estado de guerra permanente” fuera el objetivo, como denunciamos iba a ser el resultado, tanto el ex secretario de seguridad de Iztapalapa, Federico Piña o yo en mi calidad de consultor y analista; esto fue en medios alternativos porque en ese entonces había un coro unánime a favor de la guerra del narco.
A pesar de ello hubo esfuerzos locales como en Ciudad Juárez donde la violencia estaba desbordada, que lograron disminuir su intensidad, todo a partir de una visión jurídica y social complementaria de la capacidad punitiva del Estado.
En el caso de Enrique Peña el intento de aplicar una estrategia de contención se orientó a detener a las cabezas más violentas de los Cárteles, en lo cual tuvo éxito, pero se dio el fenómeno de reproducir la violencia al provocar peleas internas por hacerse del poder, pues las estructuras criminales se mantenían intocadas.
Y en el caso de López Obrador debe decirse que los “abrazos no balazos” se convirtieron en una pasividad cómplice, violatoria de la ley que obliga a las autoridades a perseguir a los criminales. No en una guerra indiscriminada que provocó la militarización de los Cárteles que cuentan con los recursos financieros para ello; tampoco una estrategia selectiva, eficaz, pero sin beneficio social.
La estrategia de contención es una forma de aplicación de la ley. La salida es la ley, el rompimiento de las complicidades gubernamentales con los Cárteles, lo que es el verdadero sustento de su fuerza. Actualmente se hacen decomisos y detenciones, pero lo que le falta a la ley es ahora una estrategia de debilitamiento real de los Cárteles, de recuperación de la gobernabilidad territorial por parte del Estado. Sin la depuración de corporaciones corrompidas como la Guardia Nacional y sin la ruptura de la complicidad de autoridades morenistas con los Cárteles, no habrá salida alguna y se mantendrá, para desgracia de la sociedad y del país, el imperio de la inseguridad.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las de The Epoch Times.
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