Cada octubre, las hojas se vuelven rojas, señalando el cambio de estación. Las calabazas talladas iluminan las aceras y, durante 31 días seguidos, es casi imposible entrar a un supermercado sin escuchar *Thriller* de Michael Jackson.
El día 31, las calles cobran vida con pequeños superhéroes, monstruos y fantasmas que corren de puerta en puerta para recolectar dulces como si fuera un deporte olímpico. Los padres sonríen, los vecinos interactúan y, por una noche mágica, el vecindario parece aquel en el que todos deseamos volver a vivir.
Sin embargo, bajo esa alegría y nostalgia se esconde una realidad más inquietante: una festividad que alguna vez se basó en la familia y la conexión se ha vuelto sinónimo de dulces… y en grandes cantidades.
Una festividad construida sobre el azúcar
Quizás lo más aterrador del Halloween no sea el esqueleto animatrónico de dos metros y medio con ojos rojos brillantes, sino la megadosis de jarabe de maíz de alta fructosa que dejamos que nuestros hijos consuman en un solo día. Halloween se ha convertido en uno de los mayores eventos de comida chatarra del año. Los estadounidenses gastan más de tres mil novecientos millones de dólares al año en dulces de Halloween, solo superado por la Pascua en ventas de golosinas. El niño promedio consume el equivalente a tres tazas de azúcar en una sola noche.Ese nivel de consumo no solo eleva la energía, sino que causa inflamación, debilita el sistema inmunológico, interrumpe el sueño y alimenta la epidemia de enfermedades crónicas que ya afecta a muchos niños. Los pediatras lo ven cada año: el bajón de azúcar que se enlaza con la “temporada de gripe”. Tal vez no se trate solo de la presencia de virus, sino de que nuestras decisiones poco saludables los favorecen.
¿Cómo llegamos aquí?
Halloween no siempre giró en torno a los dulces. Su origen proviene del antiguo festival celta de Samhain, que marcaba el final de la cosecha de verano y el inicio de los meses oscuros, un día en que se creía que los espíritus de los muertos regresaban a la Tierra. Mucho antes de la llegada de los M&M’s, se ofrecían alimentos como pan, granos y frutas para apaciguar a los espíritus.Incluso a inicios del siglo veinte en Estados Unidos, los niños pedían dulces cantando o rezando, y recibían golosinas caseras como nueces, manzanas o bolitas de palomitas. Pero en los años cincuenta, las compañías de dulces vieron una oportunidad de negocio. Empaquetaron azúcar en barras pequeñas, la promocionaron como algo “divertido” y nos vendieron una nueva tradición.
En los años setenta, los medios difundieron historias sobre dulces caseros “envenenados”, aunque casi todas eran infundadas. Eso hizo que los dulces industriales fueran la única opción socialmente aceptada. Los padres sintieron miedo, las corporaciones ganaron dinero y nació una nueva normalidad.
Lo que hacen otros países
De manera sorprendente —o quizás no tanto—, en la mayoría del mundo Halloween no gira en torno a los dulces.En México, el Día de los Muertos se centra en honrar a los seres queridos con altares y comidas tradicionales.
En Irlanda, donde nació Halloween, las familias celebran con fogatas, juegos y pequeños pasteles caseros.
En Japón, Halloween se celebra con desfiles de disfraces, una fiesta de creatividad, no de consumo.
En Francia e Italia, la festividad se enfoca en el recuerdo, no en los Reese’s.
Hemos permitido que las corporaciones monopolizen una tradición significativa.
Encontrar el equilibrio
No se trata de prohibir los dulces ni de quitarle la diversión a los niños, sino de recuperar el equilibrio y enseñarles que el jarabe de maíz de alta fructosa no equivale a felicidad.En lugar de dulces, podríamos ofrecer pequeños juguetes, calcomanías o pulseras luminosas. O podríamos comprar dulces sin colorantes artificiales ni jarabe de maíz de alta fructosa.
También existe la Bruja del Intercambio (Switch Witch), una forma divertida de mantener la magia de Halloween sin el exceso de azúcar. Los niños aún recolectan dulces, pero por la noche dejan parte o todos para la “Bruja del Intercambio”, quien los cambia por un pequeño juguete o una sorpresa. Es una tradición sencilla que convierte el exceso en imaginación y les recuerda que el verdadero premio no es el azúcar, sino la creatividad, la sorpresa y el equilibrio.
Es cierto que los dulces son relativamente baratos y que las alternativas saludables suelen costar más. Pero la verdadera pregunta es: ¿qué valoramos? Si realmente valoramos la salud de nuestros hijos y el bienestar de nuestra comunidad, podemos y debemos reconsiderar el paradigma.
El próximo capítulo
Hace menos de un siglo, Halloween se trataba de comunidad y familia. En algún punto, cambiamos esos valores por azúcar.En el último año, el movimiento Make America Healthy Again ha impulsado reformas importantes en la industria alimentaria, basadas en una mayor conciencia sobre la salud y en el reconocimiento de que nuestra alimentación contribuye a la epidemia de enfermedades crónicas en el país. ¿Esta conciencia creciente sobre los ingredientes y su impacto en nuestra salud marca el inicio de un cambio? ¿Llegará esta nueva comprensión a otras prácticas culturales, incluso, sí, al Halloween?
Quizás este sea el año en que recuperemos la salud de nuestros hijos, una elección, una familia, un vecindario a la vez.
Porque lo más dulce que podemos darles no es un caramelo.
Es salud.
Es conexión.
Es la libertad de celebrar sin depender de aquello que nos enferma.
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