La gente se desplaza por la estación de tren Moynihan el 18 de diciembre de 2025 en la ciudad de Nueva York.(Spencer Platt/Getty Images)

La gente se desplaza por la estación de tren Moynihan el 18 de diciembre de 2025 en la ciudad de Nueva York.(Spencer Platt/Getty Images)

Vemos las señales

27 de diciembre de 2025, 9:49 p. m.
| Actualizado el27 de diciembre de 2025, 9:49 p. m.

Opinión

Mi papá me llamó con una seriedad que me hizo suspender lo que estaba haciendo.

"Necesitamos tener una reunión familiar", dijo. "Necesitamos hablar sobre el futuro. Estrategia. Activos. Liquidez. Coberturas".

Él no estaba emocionado ni alarmado. Estaba tranquilo, como se ponen las personas cuando perciben que algo fundamental está cambiando debajo de las cosas que les importan. Recuerdo haber pensado, por supuesto, él también lo ve.

Algo se nos viene encima desde todas las direcciones a la vez, y cada vez más personas —padres, empresarios, agricultores, ancianos, personas que viven en la economía real, no en la abstracta— están empezando a sentirlo. No estamos reaccionando a un titular o a una decisión política. Estamos respondiendo a una confluencia de señales y, aunque no apuntan a un único resultado predecible, parecen indicar la misma dirección.

He vivido lo suficiente como para comprender que ver señales no significa que se pueda predecir cómo se desarrollarán los acontecimientos. Antes de la crisis financiera de 2008, hubo advertencias por todas partes: los niveles de deuda estaban aumentando, el apalancamiento era excesivo y los productos financieros estaban desconectados de la realidad. Antes de la COVID-19, también hubo señales: cadenas de suministro frágiles, un sistema excesivamente centralizado y una cultura propicia para el miedo y el conformismo.

En aquel momento me di cuenta de muchas de esas señales. Otros también lo hicieron. Y, sin embargo, ninguno de nosotros podía imaginar cómo esos momentos se reflejarían realmente en nuestras vidas. Ni los confinamientos. Ni la fractura social. Ni la rapidez con la que el mundo se reorganizó. Ni la forma en que los vecinos se convirtieron en vigilantes casi de la noche a la mañana. La lección no fue que no supiéramos ver lo que se avecinaba. La lección fue que los sistemas complejos no se derrumban de forma limpia o lineal, sino que se retuercen, mutan y sorprenden.

Esta vez, las señales parecen más complejas y entrelazadas que nunca.

El dinero es una de ellas. A principios de diciembre, la Reserva Federal anunció que había puesto fin a la restricción cuantitativa y que comenzaría a comprar bonos del Tesoro a corto plazo de forma continua. El lenguaje fue cuidadoso. Estas compras se describieron como ajustes técnicos destinados a mantener una amplia oferta de reservas. Explícitamente, no se denominaron flexibilización cuantitativa.

Pero el efecto es el mismo. Se reanuda la expansión del balance. Decenas de miles de millones de dólares al mes. Sin fecha de finalización definida. El apoyo no está vinculado a una crisis, sino al funcionamiento normal del propio sistema. Cuando un sistema requiere una intervención continua solo para mantenerse estable, eso no es una señal de fortaleza. Es una señal, no necesariamente de un colapso inminente, sino de fragilidad bajo la superficie.

La tecnología es otra señal: la inteligencia artificial, la robótica y los centros de datos que consumen cantidades asombrosas de energía y agua. El comportamiento humano se rastrea, mide, optimiza y monetiza cada vez más. Como madre, no le temo a la tecnología en sí misma. Los seres humanos siempre han construido herramientas. Lo que me inquieta es la asimetría que conlleva.

Aquí, en Texas, cada gota de agua que utilizo para cultivar alimentos se mide, se autoriza y se registra. Soy responsable, tanto sobre el papel como en la práctica, de la cantidad de agua que llega a mis tierras. Al mismo tiempo, se permite a los grandes centros de datos extraer agua libremente de los acuíferos sin mucho control y sin apenas debate público. Esa diferencia dice mucho: me indica quién debe justificar su consumo y quién no.

Como emprendedora, también siento que la presión aumenta: más informes, más cumplimiento, más regulación, menos margen de error y menos espacio para respirar. Me dicen que sea resiliente, adaptable e innovadora. Mientras tanto, los sistemas por encima de mí se hacen más grandes, más automatizados y más aislados de las consecuencias. La responsabilidad se traslada hacia abajo. El riesgo se socializa hacia arriba. Esto no parece un mercado libre. Parece una consolidación envuelta en el lenguaje del progreso.

Cuando mi papá llamó, no fingió saber lo que podría pasar después; yo tampoco lo sé. No sabemos cómo terminará la historia del dólar. No sabemos cómo la inteligencia artificial cambiará el trabajo, el significado o la infancia. No sabemos cómo se usarán o abusarán de la vigilancia y los sistemas programables. No sabemos qué libertades se erosionarán silenciosamente y cuáles desaparecerán de golpe.

Lo que sí sabemos es esto: no veremos venir todo, y nunca lo hacemos.

Así que la tarea que tenemos ante nosotros no es predecir, sino navegar.

Prepararse no significa entrar en pánico o construir fortalezas. Significa honestidad. Significa humildad. Significa reconocer que la comodidad tiene un costo y que la resiliencia rara vez es eficiente. Significa hacer todo lo posible para prepararnos financiera, afectiva y espiritualmente, al tiempo que aceptamos que ningún plan nunca será completo.

A menudo pienso en lo que significa ser madre y matriarca en un momento como este. No alguien que controla los resultados, sino alguien que vela por la continuidad. Mi trabajo no es explicar el mundo a mis hijos como si fuera estable y predecible. Mi trabajo es criar seres humanos que puedan afrontar la inestabilidad con discernimiento, valentía y claridad moral. Niños que sepan cómo cultivar alimentos, cómo pensar con claridad y cómo mantenerse fieles a sí mismos, incluso cuando los sistemas intenten definirles de otra manera.

Vemos las señales, desde la política monetaria hasta la tierra, la tecnología, nuestros cuerpos y nuestras comunidades. No nos dan un mapa, pero nos orientan.

Y quizás eso sea suficiente.

La preparación no tiene que ver con la certeza. Se trata de elegir vivir deliberadamente incluso cuando el futuro es incierto. Puede que no veamos la forma de lo que se avecina, pero podemos decidir ahora cuán arraigados queremos estar cuando llegue.

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times.


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