Opinión
"La mayor amenaza para la libertad, incluso en los tiempos peligrosos de hoy, no proviene de ningún enemigo extranjero". — Ronald Reagan, 3 de marzo de 1982.
Ronald Reagan pronunció estas palabras hace más de cuatro décadas, pero nunca habían sido tan apremiantes. Estados Unidos ya cuenta con leyes —leyes que nunca han sido derogadas— que prohíben la entrada a cualquier persona que defienda el comunismo, el socialismo o el derrocamiento del gobierno estadounidense por la fuerza (8 U.S.C. § 1182; Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1952).
Estas leyes existen por una sencilla razón: ciertas ideologías son enemigas del proyecto estadounidense. Son incompatibles con la libertad individual, la propiedad privada, la libre empresa y el gobierno constitucional. El Congreso juzgó, acertadamente, que admitir a una gran cantidad de personas que rechazan los fundamentos mismos de nuestra república es un acto de autosabotaje nacional.
Esa misma lógica ahora debe extenderse a cualquier ideología fundamentalmente hostil hacia el credo estadounidense. Si al comunismo se le considera, con jusra razón, una amenaza mortal para la libertad ordenada y una fuerza antirreligiosa que disuelve el orden moral, entonces también debemos reconocer que a menudo avanza bajo otras banderas, como el supremacismo teocrático, el tribalismo basado en el honor y cualquier cosmovisión que niegue el origen divino de la dignidad humana. Estos sistemas reducen a las mujeres a la condición de propiedad y tratan la libertad de expresión como una blasfemia que debe ser castigada con violencia. Todas ellas son manifestaciones de la misma rebelión contra Dios, la tradición y la libertad ordenada.
Por supuesto, nuestros propios ciudadanos también plantearán filosofías perjudiciales, y debemos participar en la batalla de las ideas para combatirlas y desenmascararlas. Pero eso no significa que debamos importar a un gran número de personas que profesan esas ideologías y no tienen interés en participar en el mercado de las ideas.
Un país se convierte en lo que ingiere. Admitir a millones de personas que no creen en lo que ha hecho de Estados Unidos el país más grande que el mundo haya visto jamás no lo mejorará. No basta con que los recién llegados se abstengan de cometer actos violentos; también deben rechazar activamente a aquellos entre ellos que los predican, incluso cuando el predicador afirme hablar en su nombre. Permitir la entrada en Estados Unidos a personas que mirarán hacia otro lado mientras miembros de su comunidad cometen actos violentos es profundamente perjudicial para la nación.
Los valores estadounidenses no son simplemente una opción entre muchas otras. Son objetivamente superiores porque han dado lugar a un país al que decenas de millones de personas han arriesgado sus vidas para llegar. Han venido porque una sociedad construida sobre los fundamentos morales cristianos y una brillante Constitución —que representa la cúspide de la moral y la filosofía occidentales— ha creado una nación de oportunidades, prosperidad humana y tolerancia genuina, sin igual en la historia. Para que Estados Unidos siga siendo el lugar al que la gente quiere llegar, debemos exigir que quienes vienen aquí estén dispuestos a adoptar los principios que lo han hecho grande, y ya contamos con el precedente legal y moral para rechazar la entrada a quienes abrazan ideologías incompatibles con nuestra Constitución y los valores estadounidenses.
Europa ignoró este precedente, y los resultados han sido devastadores. Durante más de una década, las élites europeas han promovido políticas de inmigración desastrosas, al tiempo que minimizaban y encubrían la oleada masiva de delitos violentos y violaciones perpetrados por inmigrantes procedentes de países de mayoría islámica. Muchos de estos inmigrantes no solo han traído violencia y falta de respeto a las naciones que los acogieron, también han sobrecargado los sistemas de bienestar público, amenazando la prestación de estos servicios a los ciudadanos contribuyentes.
Desde lo ocurrido en Colonia en la Nochevieja de 2015-2016, cuando unos 2000 hombres, en su mayoría migrantes, agredieron a unas 1400 mujeres, hasta el escándalo de Rotherham, en el que más de 1400 niños fueron explotados sexualmente por hombres migrantes, pasando por las violaciones colectivas diarias en Suecia y las 708 violaciones, robos, y otros delitos cometidos por migrantes en hoteles británicos durante tres años, las autoridades han ocultado sistemáticamente la nacionalidad de los autores, han retrasado las revelaciones o se han negado a publicar datos sobre la situación migratoria. ¿Su justificación? El temor a promover el "racismo" o la "islamofobia". Pero eso no es tolerancia. Es cobardía moral y una traición a los contribuyentes respetuosos de la ley cuyas hijas, hermanas y esposas están siendo atacadas.
Aunque Estados Unidos aún no ha alcanzado los niveles de desorden de Europa —gracias en parte a la geografía y a la resistencia cultural a tales actos—, las señales de advertencia son claras: las redes de fraude de miles de millones de dólares en la comunidad somalí de Minnesota, el aumento de la violencia de las bandas vinculada a la inmigración no controlada y el drenaje fiscal de ciertos países de origen demuestran que no todos los grupos contribuyen positivamente cuando se les admite en masa. Las leyes que alguna vez mantuvieron fuera a los comunistas ahora deben desempolvarse y aplicarse de manera consistente a todo sistema de creencias que sea, por su propia admisión, hostil hacia el estilo de vida estadounidense.
No existe una base de información confiable para investigar a cada persona individualmente. A falta de dicha herramienta, debemos tener en cuenta la ideología, la cultura y el país de origen. Si estos factores indican que una persona es incompatible con la sociedad estadounidense, o perjudicial para ella, un gobierno responsable tiene el deber de negarle la entrada. Ser perjudicial incluye ser una carga neta para la sociedad o tener opiniones fundamentalmente contrarias a los valores occidentales, como la libertad de expresión. No necesitamos que entren al país personas que creen que la violencia contra quienes critican sus creencias está justificada. No necesitamos una inmigración masiva de personas que rechazan los derechos constitucionales de las mujeres o que promueven sistemas legales teocráticos como superiores a nuestra Constitución.
El enfoque de la administración Trump en detener la inmigración ilegal y restringir la inmigración legal perjudicial es un primer paso necesario. Al asegurar nuestras fronteras, defender la superioridad de la civilización occidental y restaurar la cohesión cultural y moral, podemos recuperar la autoridad moral y la capacidad para poner fin a la injerencia sin fin en el extranjero. Un Estados Unidos fuerte y seguro de sí mismo no necesita vigilar el mundo, sino que puede liderar con el ejemplo. Poner fin a las intervenciones extranjeras que a menudo desestabilizan regiones y envían a sus refugiados a nuestras costas es tanto estratégico como moral.
Esto no es xenofobia, es fidelidad a las mismas leyes que el Congreso promulgó para proteger nuestra república de ideologías que socavan sus cimientos. Estados Unidos debe seguir acogiendo a aquellos que desean sinceramente convertirse en estadounidenses de pleno derecho, aquellos que buscan no solo la prosperidad material, sino también nuestro orden moral, nuestras tradiciones cívicas y nuestra libertad bajo la ley. Pero una república no puede sobrevivir si absorbe indiscriminadamente a personas cuyas ideologías gobernantes son hostiles hacia la libertad y la civilización occidental.
La "ciudad brillante" de la que hablaba Reagan no era un mercado sin fronteras. Era una civilización con un centro moral. Si seguimos importando, a gran escala y sin expectativas de asimilación, Estados Unidos se disolverá desde dentro, sin que se dispare un solo tiro.
Reagan tenía razón. El mayor peligro no está ahí fuera. Se encuentra dentro de nuestras fronteras, y comienza con las decisiones que tomamos sobre a quiénes permitimos convertirse en uno de los nuestros. La Estrategia de Seguridad Nacional de 2025 finalmente trata la frontera como la primera línea de defensa ideológica, tal y como siempre ha pretendido la ley.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las opiniones de The Epoch Times.
















