Opinión
A lo largo de la historia, los movimientos políticos han surgido más del anhelo que de la lógica. Cada generación enfrenta un momento en el que la fe se desvanece, el sentido se erosiona y algo nuevo entra de golpe para llenar el vacío.
Hoy, ese anhelo ha encontrado un lenguaje moderno, uno hablado en el vocabulario de la compasión, la justicia y la igualdad. Es el lenguaje del socialismo, renacido no como una teoría económica, sino como un renacimiento moral.
Sus símbolos son familiares: el puño en alto, la estrella roja de cinco puntas, los eslóganes de solidaridad de la clase trabajadora. Sin embargo, sus significados se han invertido. Lo que los estadounidenses mayores recuerdan como insignias de opresión, los votantes jóvenes ahora lo ven como señales de empatía y cuidado. Para una generación, el socialismo evoca filas para el pan y tiranía; para otra, ofrece pertenencia y propósito moral. Esa inversión nos dice algo profundo sobre la época en la que vivimos: las líneas de batalla de la política han pasado de la economía a la ética.
Los Socialistas Demócratas de América (DSA, por sus siglas en inglés), la organización socialista más grande del país que se define a sí misma como tal, se ha convertido en el principal vehículo de este despertar moral. No es un partido tradicional, sino un movimiento, uno que presenta candidatos bajo la bandera demócrata mientras busca transformar la imaginación moral de la vida estadounidense. Su objetivo no es solo ganar elecciones, sino convertir corazones y hacer que el socialismo se sienta menos como rebeldía y más como rectitud.
En sus propias publicaciones, los DSA celebran “comunicaciones ligeras y dirigidas” que combinan humor, convicción y optimismo juvenil para llegar a los votantes de la clase trabajadora. No presentan tecnócratas, sino misioneros que son seguros, alegres y moralmente convencidos. Mientras los partidos políticos tradicionales comercian con la negociación, los DSA comercian con la convicción. Organizan, evangelizan y moralizan. Más que simplemente ofrecer programas, brindan propósito. Eso, más que cualquier política, explica su creciente atractivo entre los jóvenes.
Cada generación hereda una especie de desesperación. Para quienes nacieron después de la Guerra Fría, la desesperación no eran bombas ni pobreza, sino falta de sentido. La ansiedad y la soledad han alcanzado niveles récord, y la confianza en las instituciones prácticamente se ha derrumbado. Esta generación ha crecido en una economía que se siente manipulada y una cultura que se siente vacía. Para muchos, movimientos como el DSA ahora cumplen el papel que alguna vez desempeñaron la fe y la familia, proporcionando una comunidad con certeza moral y un sentido de misión.
Según Gallup, la confianza de los estadounidenses en el capitalismo cayó a su nivel más bajo registrado, con apenas la mitad de los adultos viéndolo positivamente. El apoyo al socialismo, mientras tanto, se mantiene estable, pero es más fuerte entre los jóvenes. Aunque la mayoría de los estadounidenses aún valoran la libre empresa, su confianza en las grandes corporaciones se ha erosionado en medio del aumento de costos y el ensanchamiento de la desigualdad. El auge del socialismo, entonces, es menos un voto por el control estatal que un voto de desconfianza en la credibilidad moral del capitalismo.
Karl Marx escribió una vez que la religión es “el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón”. Él veía la fe como síntoma y consuelo a la vez: una forma para que las personas que sufren soporten una realidad quebrada. Irónicamente, sus seguidores construyeron un movimiento que llenó precisamente el papel que él intentó desmantelar. El socialismo se ha vuelto no solo político, sino moral, prometiendo redención a través de la lucha colectiva.
La declaración central del DSA —“Creemos que los trabajadores deben dirigir tanto la economía como la sociedad democráticamente para satisfacer las necesidades humanas, no para generar ganancias para unos pocos”—, suena más como un credo que como una plataforma política. Incluso su proyecto de Socialismo Religioso admite que millones de estadounidenses que se describen como “espirituales pero no religiosos” están buscando nuevos marcos de significado. Predican que el socialismo puede llenar ese vacío —no como el “opio del pueblo” de Marx destinado a calmar el dolor, sino como dinamita moral destinada a volar el viejo orden—.
Eso ayuda a explicar por qué el socialismo perdura después de cada fracaso. Puedes refutar una política, pero no una promesa de salvación.
Los estadounidenses mayores responden de la única forma que saben: recordándoles a los jóvenes el costo de la historia. Recitan los recuentos de cadáveres del comunismo, los millones que perecieron bajo regímenes que prometían igualdad y produjeron terror. Pero los hechos no pueden alimentar un hambre espiritual. Los jóvenes de hoy no rechazan la historia porque la ignoren. La rechazan porque se sienten desvinculados de ella. Su lucha va más allá de la política; es una búsqueda del significado mismo.
Por eso el resurgimiento del socialismo se siente menos como una campaña y más como una conversión. Les dice a una generación inquieta que pueden volver a ser rectos, que si comparten lo suficiente, protestan lo suficiente, se preocupan lo suficiente, el mundo finalmente será justo.
Sin embargo, otro renacimiento está surgiendo silenciosamente junto a él. La devoción religiosa está creciendo nuevamente entre los jóvenes estadounidenses, particularmente entre los hombres jóvenes. Dicen que no los atraen las instituciones, sino la disciplina, la virtud y la comunidad: precisamente lo que falta en la vida moderna. La misma hambre que impulsa a algunos hacia el socialismo está llevando a otros de regreso a la fe. Ambos reconocen el colapso moral del mundo. Uno comienza con la transformación del yo; el otro, con la transformación de la sociedad. Uno enseña arrepentimiento y perdón; el otro enseña resentimiento y control. Una redime el alma, mientras que la otra pretende reconfigurar el mundo.
Esta generación es la más educada, la más conectada y, sin embargo, la más manipulada de la historia humana. Las redes sociales recompensan la certeza moral y castigan la reflexión. Las mismas corporaciones que los jóvenes activistas condenan por codicia están moldeando sus instintos morales, clic a clic. En ese sentido, el nuevo socialismo es menos una rebelión contra el sistema que un producto del mismo. Es un algoritmo moral construido sobre el anhelo humano.
Es fácil regañar a los jóvenes por ser ingenuos. Es más difícil ver su sinceridad. No se sienten atraídos por el socialismo porque odien la libertad, sino porque temen el vacío. Quieren virtud sin hipocresía, compasión sin corrupción, sentido sin manipulación. Si las generaciones mayores esperan llegar a ellos, deben responder a ese anhelo moral no con advertencias, sino con testimonio.
Como escribió una vez Milton Friedman, “la batalla por la libertad debe ganarse una y otra vez”. En siglos pasados, la libertad se luchaba en los campos de batalla y en los parlamentos; hoy, se lucha en la mente. Los tiranos de ayer controlaban territorios, y los de hoy controlan la atención. Esa batalla es más que economía; es espiritualidad.
En esta generación, la lucha no es entre naciones, sino entre historias: sobre quién define la verdad y qué le da sentido a la vida. Necesitamos defender la libertad no solo con argumentos, sino también mostrando que una vida libre también puede ser una vida moral.
Los jóvenes de hoy están una vez más buscando un corazón en un mundo que parece sin corazón. La tarea que tenemos ante nosotros no es ridiculizar su búsqueda, sino ayudarlos a encontrarlo donde siempre ha perdurado: no en el Estado, no en el sistema, sino en el alma humana.
Las opiniones expresadas en este artículo son del autor y no necesariamente reflejan los puntos de vista de The Epoch Times.
















